Por Gladys Ana Silvia Rivera González

A los pobladores de Ometepe.

En memoria de Armando Paizano,
los combatientes anónimos del Frente Sur Benjamín Zeledón,
y los muertos de Nicaragua, cuyos nombres no están en placas.

-Voy a vomitar.

-Aguantá un poco, ya vamos a llegar, le dijo.

Era la primera vez que viajaban juntos. El bote de madera se mecía al vaivén del oleaje del lago Cocibolca. En esos años no había mucho flujo del ferry y los pasajeros subían a los botes de madera trayendo consigo cabezas de plátanos, frutas, mercadería, enseres, animales, que, junto con el olor del bote, convertían el trayecto en una aventura y un reto para el estómago de los pocos experimentados en la navegación.

Trataba de enfocarse en el lago para evitar el mareo. Sus ojos contemplaban el agua diáfana en movimiento, apreciando la belleza de la naturaleza virgen y silvestre. Vio pasar tortugas, una familia de patos, las aves migratorias, el sol de las diez de la mañana, las nubes, la vista en los volcanes, y a lo lejos la exótica isla. Al fin se conocerían.

Nacieron en la década de los ochenta, justo después del triunfo de la revolución popular sandinista en 1979. Su generación, vivió una niñez entre los ruidos de la guerra de contrarevolución, el bloqueo económico y ahora en la década de los noventa, vivían la transición a un modelo apenas conocidos por ellos.

La llegada del VHS, el Betamax, los primeros televisores de colores, un supermercado con desodorantes, jabones, zapatos de muchas marcas, las barbies, MTV y las nuevas ideas de un mundo diferente al socialista. Al igual que los jóvenes de esa época, venidos de diferentes departamentos del país, obtuvieron una beca, que les permitió moverse en la coyuntura de la educación superior de ese entonces, logrando entrar a la Universidad Centroamericana, fundada por los la Compañía de Jesús. Así se conocieron, y hoy navegaban juntos a ese lugar que pocos conocían en Nicaragua. La Isla de Ometepe.

-Lo lograste, ya estamos en tierra.

Llenó de aire sus pulmones y todo volvió a su lugar. Tenía pocos recuerdos de haber sentido lo que es navegar en un lago. Sus recuerdos de niñez en Chinandega, se remontaban al retumbar de las fuertes olas del mar, el gran océano Pacífico extendido en los farallones del golfo. Pero un lago, un lago tan grande como ese, no lo había visto, no lo había sentido, hasta ese día.

Había escuchado de la isla hasta que se conocieron; nunca había visto a alguien que había nacido ahí y pensaba que era muy curioso imaginar la vida de una persona en una isla, apartado de todo, rodeado de agua.

Sabía que trabajó desde temprana edad, como muchos niños y niñas en Nicaragua; que ayudaba a su mamá, que había cargado cajillas de coca cola para ganar dinero y ahora podía sentarse en la silla de un aula para estudiar ingeniería en Managua, pero sobre todo que le gustaba tocar la guitarra.

-¿Quién te enseñó a tocar la guitarra?

-Aprendí solo. ¿qué canción te gusta?

-Mi historia entre tus dedos

-La he escuchado. Se toca en dos tiempos.

-¿Dos tiempos?

-Sí, como tener dos guitarras, una acompaña. La escucharé y luego la tocamos.

-Me gustaría.

-Y ahora ¿Para dónde vamos?

-Para Altagracia.

No recuerda el camino. Con el paso de los años, cuando volvió de nuevo a la isla, disfrutó esos viajes en buses, donde el calor hace que la ropa se pegue a la piel, húmeda, sudada. Las caras morenas tostadas, el polvo que se levanta, los árboles con sus hojas que crecen de todos los tamaños y en formas tan caprichosas. La gente sentada en la llanta de repuesto que el conductor guarda en la parte de atrás del bus o recostadas en los sacos de elotes, los cuerpos que brincan al mismo tiempo con cada piedra que se cruza, los niños sentados en las piernas de mujeres de caderas grandes, las miradas vivaces, lejanas, nítidas. Uno siempre recuerda los caminos en la isla, pero de la primera vez que estuvo en Ometepe no recuerda el camino.

Las calles de Altagracia aparecieron ante ellos. Los adoquines, las casas algunas con techos de tejas, el parque central, entonces vio la escuela, la placa en el parque.

-Son famosos ustedes aquí, tu apellido está por todos lados. ¿Quién es el de la placa?

-Mi papa, estuvo en el Frente Sur.

Todas las tardes al salir de la escuela, jugaban en la calle. En las tardes el olor a pan les llamaba y corrían a sentarse en la parte de arriba en la placa de la esquina, cerca de la iglesia el calvario en Chinandega, a esperar que los panaderos les regalaran masa. Con sus deditos hacían en contorno de cada letra grabada en la placa… M A R I A  D E L  P I L A R.   La placa era parte de su infancia. En las calles, los parques, las esquinas, con nombres, Humberto, Carlos, Lucila, Gustavo. Pensaba que ahí había alguien, ¿quién sería?, ¿por qué estaba ahí su nombre?, ¿quién era su familia?, ¿que era estar muerto? ¿dónde estaban los muertos? Era bueno sentarse en esa placa, en short, con sus hermanos y sus primos, con sus amigos de la cuadra y sentir el olor a pan.

Y por primera vez en su juventud, sintió en Ometepe, lo que significaba una placa en memoria de algún combatiente, mujer u hombre. Las había visto en Estelí, en León, en Chinandega, y ahora en la isla. Esta vez, era de alguien que sintió cercano, alguien que nunca había visto, pero que el rostro de su hijo estaba ahí de frente, viéndose a los ojos, como los de María del Pilar, cuando vio su foto por primera vez en la pared de la casa de su familia, en la panadería. Siguieron caminando, dejando atrás el silencio y la calma del parque, la escuela de Altagracia, las ventas chiquitas, la gente y sus pasos sobre los adoquines.

-Esta es mi casa, ahí está mi mama.

La tierra a sus pies, las tablas de las paredes, el rostro de la mujer, su cabello negro, y las hojas de plátano por todos lados, plátanos a la izquierda, plátanos a la derecha, esa isla estaba llena de plátanos. Entró a la casa, y al subir la mirada al techo, vio el ataúd de madera, simple, las tablas sin color, sin adornos. El estupor llenó su rostro. La muerte cada vez que aparecía le infundía miedo. Cuando pasaban los entierros con la gente en la calle caminando frente a la casa de su abuelo, corría a meterse debajo de la cama, sentía su cuerpo temblar.

La muerte tenía cara de niño. De niño con la cara vendada, con olor a naftalina, a abanico girando, a flores blancas marchitas, al calor, a las moscas, a las tablas de la casa pobre, a piso de tierra, a niños con lombrices llorando sin saber por qué.  Como el niño hijo del trabajador de la finca de su tío, que murió atropellado en el puente cuando venían de regreso de la faena. Su tía no le dijo que los llevaría, y le tomaba la mano mientras daba el pésame a la familia. En su interior sólo quería soltar la mano e irse, huir de ese lugar, de esa muerte que conoció en su infancia en Chinandega.

Y ahí, en la isla, aparecía de nuevo, ella la muerte.

-¿Es una caja de muerto? ¿Por qué la tiene?

-Para cuando me muera, todos vamos a morir, dijo riendo la mujer, con una mirada que traspasó su miedo.

¿Quién era esa mujer? Se preguntó. ¿Por qué miraba así a la muerte, con esa tranquilidad?  Su simpleza la asombró y desde ese entonces, el miedo desapareció. Esa noche la lluvia caía en la isla. Una lluvia perenne, una lluvia que suena en las hojas de plátano, una lluvia diferente a la de Chinandega, sin rayos, ni truenos. Sólo la lluvia en el techo, toda la noche. Se durmió pensando en la caja de muerto en el techo, y la lluvia, una lluvia verde, una lluvia de Ometepe.

Recorrieron los caminos de tierra en bicicleta. Ometepe en bicicleta, es una risa en la mañana, las flores de sacuanjoche con colores blancos, amarillos, rosados chicha. Las piedras, los senderos, los alambres de púas en las cercas, los charcos de agua de los lavanderos de las casas. Sus piernas pedaleaban y seguían los caminos, sin rumbo fijo, porque en esa isla, todos los senderos te llevan al lago.

Aún no salía el sol, y estaban ahí, frente al gran lago Cocibolca. Las nubes aparecían blancas, gordas, juntas como comadres cuchicheando. Se metió a sus aguas, aún de madrugada. Nunca había visto tanta agua dulce en su vida. ¿Dónde estaba la sal? La sal del mar. Se sintió feliz, internándose dentro del agua, con su cabello mojado, jugando como los caballos que tomaban agua a lo lejos. El cielo se abría majestuoso, generoso, soberano, limpio. El horizonte, ese punto donde la vida y la muerte se encuentran. Entonces supo que esa isla, sería su amor de siempre.

-Es siete de diciembre, dormimos aquí y nos vamos mañana, vamos a ver altares.

-Bueno pues.

La gritería era azul y blanco, era volcanes, era estrellas. Con ansias esperaba la tarde, para que las campanas de la iglesia sonaran y así todos salían a las calles, con sus vestidos lavados, peinados, a cantarle a la virgen. Del Calvario a Guadalupe, de Guadalupe a Santa Ana, comiendo ayote en miel, gofios, bizcotelas, cañas, limones dulces, huevo chimbo. Así era la gritería en Chinandega.

En la casa de tablas, no había mucha luz, buscó las estrellas, el volcán, pero encontró pescados. Sus ojos asombrados no dejaban de contemplar el altar, la imagen de la purísima concepción de María, rodeada de pescados secos colgando en un cielo hecho con ramas de madroño y hojas de plátano. Y pensó que no había visto mejor altar en todos sus años de gritería, que aquel altar hecho por la gente de esa isla que tenían la vida y los pies ligados a un lago. Al día siguiente de madrugada dejaron Ometepe.

El huracán llegó a Nicaragua y cayó mucha lluvia. Habían planeado hacer juntos un nuevo viaje. No fue así. El huracán les cambió el destino a ellos y a muchos. Desde ese entonces ambos viajaban por rumbos distintos.

-¿Cómo está Israel?

-Bien, ya sabes, conociendo gente nueva, otra cultura, otra forma de pensar.

-Ve al lago de Tiberíades y me mandas fotos.

-Jaja, lo haré. ¿y vos cómo vas? ¿ya te animaste a escribir? Recuerdo que escribiste algunas cosas en la universidad.

-Sí, ya es tiempo de escribir. Seguiré tu consejo.

-¿Y sobre qué escribirás?

-Es una sorpresa, seguro te gustará.